Hace
milenios, mi familia materna tenía una casa cerca de los arcos queretanos.
Era una
casa “comunal” de los abuelos, los
padres, los tíos, los primos, los amigos.
Muy grande,
y ahí andábamos todos siempre, todos los días.
Una casa muy
“especial”:
Te escondían
cosas, tocaban por dentro los closets, rasguñaban los vidrios, se abrían y
cerraban las llaves de la regadera, se escuchaban voces.
A todos nos
pasó.
Incluyendo a
tías mega-católicas, niños, adultos, amigos etc etc.
En mi
experiencia particular, iba saliendo de la escuela de monjas y fuimos a “la
casa de jardines” (como le decíamos y le seguimos diciendo) una amiga y yo.
Entramos,
estaba toda vacía y escuchamos al perro “catarrín” ladrar fuertemente afuera
del cuarto de un primo.
Se
escuchaban risas, voces y pensamos que estaba mi primo con sus amigos, pero aún
así teníamos miedito.
Tomamos un
envase de refresco yo y uno de caguama mi amiga y pegadas a la pared nos
acercamos al cuarto (como si de verdad eso sirviera para algo) (teníamos como
10 u 11 años)
Abrimos la
puerta del cuarto y naaada….no había nadie ni nada.
…patas pa´
qué las quiero…
Bajamos
corriendo y fuuuummm a la calle.
Y así
siempre siempre todos contábamos lo que nos pasaba.
Y
suficiente.
A exorcizar
la casa.
Llegó un sacerdote
guapiiiisimo: blanco, ojos azules, cabello negro y empezó a hacer todo el
rito…y ahí vamos todos de chismosos atrás de él escuchando los rezos, el agua
bendita etc etc.
Pero no
cambió nada.
Regresó,
volvió a hacer el rito y … NADA.
Todo igual.
Con los años
se vendió la casa, se remodeló, pero todo siguió igual.
Dicen que
había dinero enterrado. Dicen muchas cosas.
La familia y
yo recordamos esa casa con mucho cariño, muchas historias, mucha convivencia,
muchas aventuras.
Los mitos a
veces solo son eso: mitos.
Aunque los
hayas vivido.
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