domingo, 13 de julio de 2014

Hace milenios, mi familia materna tenía una casa cerca de los arcos queretanos.

Era una casa  “comunal” de los abuelos, los padres, los tíos, los primos, los amigos.
Muy grande, y ahí andábamos todos siempre, todos los días.

Una casa muy “especial”:

Te escondían cosas, tocaban por dentro los closets, rasguñaban los vidrios, se abrían y cerraban las llaves de la regadera, se escuchaban voces.

A todos nos pasó.

Incluyendo a tías mega-católicas, niños, adultos, amigos etc etc.

En mi experiencia particular, iba saliendo de la escuela de monjas y fuimos a “la casa de jardines” (como le decíamos y le seguimos diciendo) una amiga y yo.

Entramos, estaba toda vacía y escuchamos al perro “catarrín” ladrar fuertemente afuera del cuarto de un primo.

Se escuchaban risas, voces y pensamos que estaba mi primo con sus amigos, pero aún así teníamos miedito.

Tomamos un envase de refresco yo y uno de caguama mi amiga y pegadas a la pared nos acercamos al cuarto (como si de verdad eso sirviera para algo) (teníamos como 10 u 11 años)

Abrimos la puerta del cuarto y naaada….no había nadie ni nada.
…patas pa´ qué las quiero…

Bajamos corriendo y fuuuummm a la calle.

Y así siempre siempre todos contábamos lo que nos pasaba.

Y suficiente.

A exorcizar la casa.

Llegó un sacerdote guapiiiisimo: blanco, ojos azules, cabello negro y empezó a hacer todo el rito…y ahí vamos todos de chismosos atrás de él escuchando los rezos, el agua bendita etc etc.

Pero no cambió nada.

Regresó, volvió a hacer el rito y … NADA.

Todo igual.

Con los años se vendió la casa, se remodeló, pero todo siguió igual.

Dicen que había dinero enterrado. Dicen muchas cosas.

La familia y yo recordamos esa casa con mucho cariño, muchas historias, mucha convivencia, muchas aventuras.

Los mitos a veces solo son eso: mitos.

Aunque los hayas vivido.




No hay comentarios:

Publicar un comentario